martes, 17 de junio de 2008

Hermano contra hermano

Me pidieron que participara en un concurso de la UR, para una compilación de artículos que va a publicar la universidad. Se llama Voces de congruencia, y tiene el tema escueto de "qué podemos hacer para integrar armónicamente a los sectores más desfavorecidos de la sociedad". ¡Sí! ¡Hay que integrarlos a nuestro maravilloso mundo regiomontano! Eso sin duda los sacará de todo tipo de problemas.

En fin, mandé un artículo porque me lo pidió mi jefe. Pero ni me respondieron para confirmar que lo recibieron ni nada. Además, mi tema es un poco delicado y nada sociológico, así que no creo que haya muchas probabilidades de que lo publiquen. Como sea, no quiero pensar que lo escribí de okis, así que lo publico aquí, asumiendo que a cualquiera de las 2 personas que leen este blog (y estoy siendo optimista con las cifras) le interese.


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La relación con la alteridad siempre ha determinado nuestra identidad y nuestra condición existencial en general. Uno no puede vivir sino en virtud del otro: proyectamos nuestros propios contenidos internos sobre los demás y, mediante este juego recíproco, no sólo somos capaces de establecer vínculos afectivos, sino que –si somos lo suficientemente receptivos– también podemos descubrir aspectos de nosotros mismos que anteriormente estaban velados a nuestra consciencia. Los encontramos porque nos vemos en el espejo del otro. Así, la alteridad prueba ser la fuente de la auténtica creatividad, del desvelamiento de nuevas energías psíquicas y vitales que podemos encaminar de múltiples maneras.

Sin embargo, en numerosas ocasiones vemos rasgos en los demás que nos resultan ajenos y extraños, molestos y atemorizantes. Carl Gustav Jung solía usar un nombre para la perturbadora figura que solemos ver en estos sujetos: sombra. Se trata de aspectos inconscientes de nuestra personalidad que preferiríamos no aceptar, por lo que nos es más sencillo proyectarlos en alguien más, ponerlos fuera de nosotros mismos para después atacarlos, minimizarlos, destruirlos, pretender que no pueden afectarnos porque, después de todo, no nos pertenecen. Normalmente, así es como ha surgido toda clase de individuos y grupos marginados, discriminados y perseguidos. Nos gusta mantenerlos así, a la raya, lejos, apartados y, en los peores casos, incluso exterminados. ¿Y qué hay de estas personas? ¿Son víctimas? Sin duda, pero también hay que tener en cuenta que un diálogo requiere de dos partes, de dos esfuerzos. Si lo que se busca es una solución al conflicto, es impensable ser unilateral. La verdad es que, en este tipo de luchas, rara vez hay un solo culpable.

Teniendo esto en cuenta, quizás sería conveniente revisar uno de los mitos centrales de la cultura Occidental, el cual trata justamente de este tema: la eterna lucha con el otro. Hablo del mito de Caín y Abel.

El cuarto capítulo del Génesis narra esta historia de una manera muy escueta. Sólo nos dice que Caín, el agricultor, ofreció los frutos de la tierra como ofrenda a Yahveh; y que su hermano Abel, el pastor, ofreció uno de sus animales. Yahveh aceptó la ofrenda de Abel y regañó a Caín, muy ambiguamente, por cierto: sólo le dice que no obró bien. Caín, entonces, se enoja y mata a su hermano. Yahveh, tras hacerle un interrogatorio sumamente humillante, exilia al asesino y lo marca en el rostro.

Todo esto nos deja con una larga serie de preguntas. ¿Por qué Dios no aceptó las cosechas de Caín? ¿Por qué adoptó una actitud tan descaradamente parcial hacia Abel? ¿Abel fue siempre bueno con su hermano? ¿Qué significa la marca en el rostro de Caín? ¿Y dónde estaban los padres, Adán y Eva? Ciertamente, la primera familia del mundo fue terriblemente disfuncional.

Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, explicó el mito diciendo que “Caín” significa “herrero”; y que, “Abel”, como opuesto, significaría “pastor”. El herrero, en culturas nómadas y pastoriles, siempre fue visto con tanto respeto como temor: él es el “amo del fuego”, quien, sin lugar a dudas, posee misteriosas habilidades mágicas (1978: 167). Hay que recordar que Caín también fue quien edificó la primera ciudad. Él es el constructor de civilizaciones, aquél que representa el cambio tecnológico, una especie de Fausto primordial.

Abel sería el representante de las tribus nómadas de israelitas, mientras que Caín representaría a las fuertes ciudades-estado cananeas. El mito refleja el gran antagonismo que había entre ambos pueblos, y muestra el refugio que los israelitas encontraron en su propio dios, Yahveh, quien los favorece casi incondicionalmente. Y, ciertamente, son pueblos hermanos: los israelitas, en gran parte, estaban conformados por miembros de las clases marginadas cananeas (Armstrong, 1996: 50 y ss.).

Así, lo que vemos en este mito es una lucha entre pueblos que se desprecian y se apuntan con el dedo mutuamente. Los cananeos evitaron a los israelitas, y estos últimos, mostrando un tremendo hermetismo, no quisieron saber nada de ellos, prefiriendo la existencia “simple y pura” de los nómadas pastores.

Volvamos a Caín y Abel, en un plano más personal. ¿Cómo sería su relación? Quizás Caín se sentía celoso de Abel, el segundón que le quitó la atención de sus padres. Sin duda, Caín era una persona competitiva y creativa, muy esforzada en sus logros tecnológicos. Abel, por el contrario, era un sujeto simple. Es comprensible, entonces, que el primogénito se haya sentido profundamente herido cuando Yahveh rechazó su sacrificio, con todo el trabajo que le costó, con tantas energías y entusiasmo que puso en él. ¿Por qué Abel habría de ser el privilegiado, si lo único que hacía era cuidar cabras? Así es que, en su frustración e impotencia, quizás en una inesperada crisis psicótica (aunque la Escritura lo describa como más sociopático), descargó su enojo contra el único objeto tangible que tenía a la vista: su hermano.

La marca de Caín era su espíritu mismo, que había muerto con semejante pecado. Caín era un muerto en vida, que debía cargar con una culpa enorme, con la frustración y resignación de no poder enmendar su error. Esta melancolía y su consecuente hostilidad (hacia los demás y hacia sí mismo) lo distanciaría afectivamente del resto de la gente, en un inacabable círculo vicioso. Éste es el mayor pecado (sin duda peor que el mismo asesinato) que heredó a la humanidad.

Jorge Luis Borges, en su relato corto Leyenda, reconcilia a los dos hermanos. Según cuenta, Caín y Abel se encontraron tras la muerte de Abel, mientras caminaban por el desierto. Se reconocieron y se sentaron a comer; pero, cuando Caín vio la marca de la piedra en la frente de Abel, soltó el pan que se llevaba a la boca y pidió perdón a su hermano. Abel simplemente le respondió: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes“.

El mensaje de esta historia es que el olvido forma el perdón. Pero quizás lo más interesante es que el propio Abel confesó haber sido capaz de cometer el mismo crimen de su hermano. Ambos aceptaron su propio lado sombrío y, gracias a esto, pudieron verse el uno al otro en una situación de completa igualdad. Ése es el mensaje más profundo del relato de Borges.

Todo esto nos hacer ver que, si hemos de buscar una solución de fondo para el conflicto con la alteridad, sólo podemos encontrarla en el individuo. Ningún cambio social puede ser efectivo si no ocurre de raíz. Ninguna sociedad puede funcionar si está conformada sobre una base de individuos deformes. Es así de simple. Hasta que no aceptemos vernos a nosotros mismos en los demás, la vida social se tornará una lucha interminable por la supervivencia, tanto física como espiritual. Especialmente en un mundo de masas, la pregunta más trascendental de todas es: ¿Sabe el individuo que él es el contrapeso que inclina la balanza?

Bibliografía:

Aguinis, Marcos
2003 Las redes del odio. Buenos Aires, Planeta.
Armstrong, Karen
1996 Historia de Jerusalén. Barcelona, Paidós: 2005.
Eliade, Mircea
1978 A History of Religious Ideas. Vol. I. Chicago, The University of Chicago Press.

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